Amaneció tu vida un soleado y frío día de invierno. Y nada más llegar sentiste los cálidos
lametones de tu afanosa madre. Entre unos arbustos y bajo aquella chapa oxidada, tus
hermanos y tú os alimentabais vorazmente como si aquella leche fuera, que lo fue, la primera.
Pronto descubriste el mundo en movimiento en tus hermanos, los insectos, los pájaros…
Todo giraba y no querías perdértelo, arañando, mordisqueando, corriendo y saltando.
Luego de dormir volviste, para nuevamente recaer agotado en el agradable regazo familiar.
Amaneció semanas después, pero no encontraste ni a mamá ni a tus hermanos. Esa mañana
notaste el frío de la carencia de quien te trajo al mundo y te lo mostró. Esa mañana sentiste la
soledad, la necesidad y el vacío en tu alma. Y notas que existes al ahogarte de realidad.
Amanece nuevamente y decides buscarlos. Todo es nuevo e interesante, deseas aprender,
saber y comprender. Los ves y te fascinan, esos grandes y ruidosos que corren de lado a lado
esperando que los persigas. Pero no debes hacerlo, escúchame por favor, ¡aléjate de ellos!
Amaneces después del estruendo y del caos notando todo tu cuerpo empapado en dolor rojo.
Unas cálidas manos sujetan tu angustia mientras observas cómo el arrepentimiento emana de
los ojos de tu ejecutor. Pero ya no duele más, pequeño. Porque no hay dolor en el arcoíris.
Rafa.